PADRE PIO Y LOS SIERVOS DEL SUFRIMIENTO


De "Mi primer encuentro"

tomado del volumen 
"Padre Pío mi padre" de Mons. Pierino Galeone


En febrero de 1945 me enfermé de tuberculosis. Estaba en el Seminario Regional de Molfetta.  De aquí me fui de prisa y a escondidas por temor de contagios.  Me sometí alrededor de dos años a la terapia neumotoráxica.


En julio de 1947 mi madre me dejó ir con el juez de la ciudad a San Giovanni Rotondo, para pedir al Padre Pío la gracia de la curación. Así empieza.

Apenas me encontré con el Padre, inmediatamente tuve la impresión de haber encontrado a Jesús viviente en un hombre, más que un santo.  Yo estaba feliz.

En los momentos posibles, siempre estaba presente puntualmente donde él pasaba para bajar de la celda y volver a subir a la hora de la Santa Misa y de las confesiones.

No dejaba escapar las ocasiones para permanecer ya sea en el coro para rezar con él, o en el jardín primero y en la terraza después, para conversar junto a él, en compañía de otros amigos que venían de todas partes a encontrarlo.

En 1947, después de pocos días, ya nos queríamos mucho.  Él con pocas palabras, pero con tantos hechos me dejaba entender cuánto amor tenía por mí.

Me pareció comprender que ya me conocía y me esperaba.  De hecho, me preguntó muchas veces, pasándome al lado: “¿Cómo te llamas?”  Y yo de inmediato: “Pierino”  Y él: “Pero, ¿de dónde eres?”.  “De Taranto”, rápidamente le respondí.  Y el Padre, con voz contenta y bromista: “¡Ah! ¿Tú eres Pierino de Taranto?...  Ya entendí.  Y ¿de qué provincia?”  “De San Giorgio”  “Pero, ¿de cuál San Giorgio?”  “San Giorgio Jonico, cerca de Taranto”  “Ya entendí: tú eres Pierino de San Giorgio Jonico, provincia de Taranto”.

Mirándolo fijo, en silencio, trataba de consentir cuánto decía. A pesar que yo tenía dificultades de salud, me levantaba temprano, a las 4.00 y muchas veces tuve el gozo de servir la Santa Misa.  Yo permanecía rezando en la sacristía, hasta que terminara las confesiones de los hombres y de las mujeres.  Le sostenía el platito de la Comunión y alrededor del mediodía, luego de las confesiones, antes de volver a subir a la celda, entregaba las Comuniones.

En 1947 permanecí en San Giovanni Rotondo otros veinte días.  Las personas viéndome siempre cerca del Padre Pío, me mandaban donde él para que yo le pidiera tantas cosas: la suerte de militares desaparecidos en Rusia, la curación de hijos, esposos, seres queridos enfermos, la solución de problemas familiares; la paz, el trabajo, el nacimiento de hijos.

El Padre siempre me respondía con dulzura y amor. Un día me dijo: “Cuando necesites algo, mándame al Ángel del Señor y yo te responderé”.

Una mañana, una mamá en lágrimas se había acercado a mí, a prisa, antes de la Santa Misa, para que recomendara a su hijo.  El Padre, mientras tanto, ya había llegado al altar y yo no logré hablarle. Conmovido por las lágrimas de la madre y confortado por la invitación del Padre Pío, durante la Santa Misa, por primera vez, le mandé el Ángel Custodio.  Recité la oración Ángel de Dios y entregué el mensaje a través del Ángel Custodio.

Terminada la Misa, después de besar la mano del Padre, me acerqué con discreción y le recomendé con afecto aquel mismo muchacho.  El Padre Pío me respondió: “Hijo mío, ya me lo has dicho” De inmediato comprendí que el Ángel Custodio había rápidamente avisado y Padre Pío oportunamente proveído con la oración.

La humildad, la dulzura, su paterna sensibilidad y su materna ternura me habían conquistado. En él yo veía a Jesús.  Todo aquello que él miraba, decía y hacía, me parecía como si fuese hecho por Jesús.

Su mirada penetrante y profunda, su voz firme y fuerte, su paso lento y austero me tenía amorosamente ansioso y me contenía la respiración.

Yo lo sentía Padre y lo contemplaba Soberano, Dominador y Rey. Sus estigmas eran signo inefable de amor y de dolor por Jesús y por nosotros.  Cada encuentro era un baño total en la verdad, un dulce naufragio en el amor, estar cerca de él era como estar al lado de una encina que da sombra, cerca de un río, seguros, serenos, alegres.

Estaba tan prendido por su fascinación que ni sus llagas ni mi enfermedad me apartaban completamente del camino de fusión de nuestros corazones.

Aún recuerdo: estaba yo con fiebre.  Dormía en una habitación con Pío Trombetta y Enzo Mercurio.  Todavía no había dicho nada al Padre de mi mal y mucho menos, del fin por el cual había ido donde él.

Viene a su conocimiento que yo había permanecido en cama con la fiebre, no habiéndome visto en su Misa de la mañana.  Me mandó a llamar. Yo, con fiebre, fui al convento y pedí ir donde el Padre Pío.  Me dijeron que también el Padre estaba mal y que estaba en cama, en la habitación n. 5. Ahí me dirigí y vi al Padre Pío vestido con el hábito, acostado sobre la cama, con el rostro negro y con los ojos cerrados.

En la cabecera estaba sentado el sobrino Mario al cual le dije: “El Padre me ha mandado a llamar”. Mario no me respondió nada e hizo el signo de esperar. Esperé algunos minutos.  Estaba impresionado de sus penosas condiciones.  De un momento a otro movió sus párpados, sin abrir los ojos y, con voz afanosa, me pregunta: “Pierino, ¿cómo estás?”.  Luego silencio. Permanecí todavía algunos minutos antes de irme.  Pensé: ¡cuánto me ama!  Aún en tanto sufrimiento, pensaba en mí y se preocupaba de un pobre hijo.

Otro día por la mañana, el despertador no sonó.  Me levanté rápidamente, pero la falta de respiración me impedía llegar a tiempo a la iglesita.  ¡Ahora sí, que no lo lograré!

No sé cómo, de un pronto a otro me encontré en el convento.  Entré a la Iglesia y logré escuchar la Santa Misa del Padre. Aún hoy no logro explicarme el hecho.

Llega entonces, el día de la partida.  Finalmente, en la sacristía de la iglesita, luego de las confesiones de la tarde, pedí al Padre de hacerme sentir bien de la salud, porque cada mes, estaba obligado a alejarme del Seminario para los tratamientos que practicaba en casa.
Padre Pío me miró, apoyó su mano sobre mi pecho y la llevó poco a poco sobre todas las partes hasta que llegó al centro, donde se detuvo y, con los dedos estrechados, dio un golpe sobre el pecho y, mirándome con dureza me dijo: “De todo podrás morir, excepto de aquí”.

Pero yo, no contento de tanto don, inmediatamente protesté: “Padre, quiero permanecer todo el año en el Seminario, quiero llegar a ser un buen sacerdote”.  “Eh, sí me responde, solamente un mes irás a casa”.  “¡No!, Padre, ni siquiera un día en la casa, siempre en el Seminario”.  Y él dulcemente me dice: “Hijo mío, en marzo, por un mes, irán todos a casa.”
Yo hablé con el Padre en julio de 1947.  Del 20 de marzo al 20 de abril de 1948, por las elecciones del 18 de abril de aquel año, todos los seminaristas de Italia fueron a casa.

El día siguiente, luego de la Santa Misa del Padre, mientras él se encontraba rezando en el coro, fui a despedirme.  Yo lloraba.  “Hijo mío, no llores, sino me haces llorar también a mí.” Nos abrazamos y con el corazón en la garganta, me fui.

Este fue el primer encuentro.  Todo sucedió como me había dicho.  Estuve bien de salud.  Permanecí todo el año en el Seminario, excepto el mes predicho.


De la "Biografía"


CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS
CAUSA DE BEATIFICACIÓN y CANONIZACIÓN
del SIERVO DE DIOS
PÍO DE PIETRELCINA
(en el siglo: Francesco Forgione)
SACERDOTE PROFESO
de la ORDEN DE LOS FRAILES MENORES CAPUCHINOS
(1887-1968)
Decreto sobre las Virtudes
        
“En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6, 14).

Padre Pío de Pietrelcina, al igual que el apóstol Pablo, puso en la cumbre de su vida y de su apostolado la Cruz de su Señor como su fuerza, su sabiduría y su gloria. Inflamado de amor hacia Jesucristo, se conformó a Él por medio de la inmolación de sí mismo por la salvación del mundo. En el seguimiento y la imitación de Cristo Crucificado fue tan generoso y perfecto que hubiera podido decir “con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19). Derramó sin parar los tesoros de la gracia que Dios le había concedido con especial generosidad a través de su ministerio, sirviendo a los hombres y mujeres que se acercaban a él, cada vez más numerosos, y engendrado una inmensa multitud de hijos e hijas espirituales.

Este dignísimo seguidor de San Francisco de Asís nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, archidiócesis de Benevento, hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue bautizado al día siguiente recibiendo el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el Sacramento de la Confirmación y la Primera Comunión.

El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el hábito franciscano y recibió el nombre de Fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y el 27 de enero de 1907 la profesión solemne.

Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció en su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.

Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.

En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la “Casa del Alivio del Sufrimiento”, inaugurada el 5de mayo de 1956.

Para el Padre Pío la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”. La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios.

Estuvo siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.

El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular: crecer y hacer crecer en la caridad.

Expresó el máximo de su caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a ellos.

Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios.

Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad. 

Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación. Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios, de sus directores espirituales y de la propia conciencia.

Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.

Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. En medio a tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.

Su salud, desde la juventud, no fue muy robusta y, especialmente en los últimos años de su vida, empeoró rápidamente. La hermana muerte lo sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Sus funerales se caracterizaron por una extraordinaria concurrencia de personas.

El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de su muerte, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “¡Mirad qué fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Por qué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.

Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas.

En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas.

De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a su Siervo fiel. No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. Examinadas todas las circunstancias, la Santa Sede, a tenor del Motu Proprio “Sanctitas Clarior” concedió el nulla osta el 29 de noviembre de 1982. El Arzobispo de Manfredonia pudo así proceder a la introducción de la Causa y a la celebración del proceso de conocimiento (1983-1990). El 7 de diciembre de 1990 la Congregación para las Causas de los Santos reconoció la validez jurídica. Acabada la Positio, se discutió, como es costumbre, si el Siervo de Dios había ejercitado las virtudes en grado heroico. El 13 de junio de 1997 tuvo lugar el Congreso peculiar de Consultores teólogos con resultado positivo. En la Sesión ordinaria del 21 de octubre siguiente, siendo ponente de la Causa Mons. Andrea María Erba, Obispo de Velletri-Segni, los Padres Cardenales y obispos reconocieron que el Padre Pío ejerció en grado heroico las virtudes teologales, cardinales y las relacionadas con las mismas.

El 18 de diciembre de 1997, en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes.

Para la beatificación del Padre Pío, la Postulación presentó al Dicasterio competente la curación de la Señora Consiglia De Martino de Salerno (Italia). Sobre este caso se celebró el preceptivo proceso canónico ante el Tribunal Eclesiástico de la Archidiócesis de Salerno-Campagna-Acerno de julio de 1996 a junio de 1997. El 30 de abril de 1998 tuvo lugar, en la Congregación para las Causas de los Santos, el examen de la Consulta Médica y, el 22 de junio del mismo año, el Congreso peculiar de Consultores teólogos. El 20 de octubre siguiente, en el Vaticano, se reunió la Congregación ordinaria de Cardenales y obispos, miembros del Dicasterio y el 21 de diciembre de 1998 se promulgó, en presencia de Juan Pablo II, el Decreto sobre el milagro.


El 2 de mayo de 1999 a lo largo de una solemne Concelebración Eucarística en la plaza de San Pedro Su Santidad Juan Pablo II, con su autoridad apostólica declaró Beato al Venerable Siervo de Dios Pío de Pietrelcina, estableciendo el 23 de septiembre como fecha de su fiesta litúrgica.

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